domingo, 2 de agosto de 2009

Júpiter de premio


Quien quizás más me quiere, me dijo que me regalaría la Luna. Y lo hizo. Desde entonces puedo mirar el cielo desde más cerca con un estupendo telescopio. Nunca pensé que sería tan complicado ver los astros. Como casi todo, la observación del cielo requiere mucha dedicación. Cuesta imaginar a los padres de la astronomía, con aquellos aparatos tan poco sofisticados vistos desde nuestro tiempo, conseguir arrancar a la ignorancia tanto conocimiento, valiéndose sólo de la observación y de su inteligencia y tesón.
La primera observación me puso delante de los ojos a la Luna. En su plenitud y aún antes de oscurecer, nuestro satélite posee una belleza que justifica cualquier referencia poética de las que ha sido acreedora desde el origen conocido de las letras. "Parece de cristal", dijo mi hija. Nunca se me ocurrió pensar en la Luna como en un objeto de cristal. Curiosa observación.
Decidí que necesitaba ir a un cielo más limpio que el de la ciudad, rodeado de una cúpula de contaminación lumínica que impide ver con nitidez. Traté de alquilar un apartamento en la sierra, seguro de que allí encontraría el cielo que andaba buscando. La crisis económica, a la que parece que los trabajadores con nómina a cargo del erario público, sin ser inmunes, vamos toreando, no impide que los fines de semana los equipamientos turísticos estén saturados. Pensé que no sería así. Opté por la modalidad camping. Me sigue resultando atractivo pasar unos días junto a un río y bajo una tienda de campaña. Embalé mis bártulos y mi telescopio y acompañado de mi familia nos trasladamos a la sierra. No dejó de sorprenderme, aunque hace años que lo vengo comprobando en otros camping de Europa, que mucha gente tiene un espacio estable instalado: una caravana, una yurta, a modo de segunda residencia. Lujo éste al que quizás de otro modo no podrían optar. Aunque la sorpresa llegaría cuando bien entrada la madrugada y dispuesto para la observación, descubrí que el camping se llenaba de focos, ninguno con lámparas de menos de quinientos vatios, que servían para "iluminar" un buen número de barbacoas, amenizadas con lo mejor de la "música dance" y los innumerables "hits del verano". Todo ello ante la pasividad del encargado del camping, que departía amigablemente con los distintos grupos, compartiendo su griterío y acompañando las memeces más estúpidas con unas risotadas "ad hoc".
Con toda seguridad, ellos eran mejores clientes que yo, que sólo pasaría allí una noche equivocadamente esperanzado en poder contemplar el cielo.
Algo más tarde de las dos de la madrugada y tras un par de copas de ron y algunos cigarrillos, me fui a dormir entre defraudado e impotente, prometiéndome que me levantaría temprano y haría todo el ruido que me diese la gana.
Aunque no me levanté muy temprano, los del sarao dormían aún, pero no fui capaz de hacer ruido. Me aseé, desayuné y me volví a mi casa, con la esperanza de que el frío invierno los disuada de volver y me permita apreciar el cielo de la sierra en todo su esplendor, o mejor en su profunda oscuridad.
Al volver a casa, la fortuna debió apiadarse de mi y me dedicó la ayuda de uno de sus hados, para que premiara mi civilizada actitud.
Supe que era un buen momento para ver en el cielo al planeta Júpiter. Así que me empeñé en ello y tras una laboriosa observación conseguí verlo. ¡Qué maravilla!
Aunque al principio no conseguí identificarlo, su observación me tuvo despierto hasta las cinco de la madrugada y disfrutando como sólo los niños parecen disfrutar: absolutamente absorto y perdida la noción del tiempo. Valió la pena.
Ya estoy preparado para la próxima observación, aunque aún no sé adónde dirigiré mi telescopio.

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